Por Ana Salazar Cabarcos
Había una vez en una aldea un hombre-perro que vivía al lado de su ama; una mujer dominante y posesiva que era la más bonita de la tribu. El hombre-perro permanecía encadenado, sometido, no conocía la libertad y siempre soñaba con escapar para conocer lo que había más allá de las montañas que bordeaban el horizonte. En las noches aullaba de tristeza y de dolor a la luna, y su ama a punta de escobazos lo metía de vuelta a la choza para que se echara a los pies de su cama.
Una noche, mientras el ama salió a visitar a otros miembros de la tribu, el hombre-perro descubrió que la cadena que lo sujetaba estaba suelta, su corazón comenzó a latir rápidamente, en su cerebro se agolparon miles de ideas: ¡¿y si me escapo?! ¡¿Y si mi ama me encuentra?! ¡¿Me perseguirá la tribu?! ¡¿Y si me matan?!... ¡Total! Que en un arranque de valentía (rarísimo en él), el hombre-perro emprendió la huída corriendo veloz por el campo, atravesando el río, llegando a las montañas; así pasaron días, quizás meses, hasta que por fin, cansado, temeroso y exhausto llegó a la ciudad.
Se echó en una esquina a ver pasar a la gente con su carita de pena, provocando ternura por su aspecto indefenso.
Una mujer iba pasando por allí y no pudo resistirse, se acercó y lo acarició. El hombre-perro se sintió el ser más feliz de la tierra, movió la cola y se acurrucó en el regazo de aquella alma caritativa… ¡con ella se quedaría el resto de su vida! –pensó-.
Así fue como el hombre-perro halló su nuevo hogar. La mujer todos los días cuidaba que comiera bien, lo acariciaba, jugaban y se hacían compañía, lo dejaba salir a jugar al parque, le daba libertad. Pero al hombre-perro le comenzó a aburrir tanta amabilidad, esto de la vida civilizada no era para él, que había crecido en una tribu en medio de patadas y escobazos. Increíblemente comenzó a extrañar a su ama…
Se volvió agresivo contra la mujer que le brindo su cariño, hasta podría decirse que la aborrecía: le rompió a mordidas sus zapatos nuevos, rascó y rascó los sillones hasta que los destripó, marcó su territorio en cada rincón de la casa y la peste era insoportable, era una guerra declarada contra aquella mujer que lo único que había hecho, era brindarle su amor a un pobre e indefenso hombre-perro abandonado.
La mujer no pudo más con tanta infamia y lo sacó a empujones de su casa.
Entonces el hombre-perro corrió y corrió otra vez hacia las montañas, cruzó el río, el campo hasta que a lo lejos contempló las chozas de su tribu. Sigiloso llegó hasta la cabaña de su ama, y terrible sorpresa se encontró al descubrir que ahora ella tenía a un nuevo hombre-perro durmiendo a sus pies. El pobre contuvo el aullido, su corazón quedó destrozado. Sus lamentos se escuchaban a kilómetros de distancia, algunos miembros de la tribu llegaron hasta él para consolarlo. Les contó sus aventuras en la ciudad y de su amarga experiencia con aquella malvada mujer que acabó por sacarlo de su casa ¡qué infamia! Se compadecieron mucho por él… ¡cuánto había sufrido! Y ahora llegar hasta aquí para encontrarse con que su lugar ya era ocupado por otro.
El hombre-perro se secó las lágrimas y se despidió de la tribu. Se enfiló por el campo hacia las montañas, cruzó el río y de tanto caminar llegó nuevamente a la ciudad.
Ahora es un hombre-perro callejero que deambula por las calles sin ton ni son, sin rumbo; yendo de ama en ama, mordiendo de mano en mano, aullando en las noches de luna llena y añorando, a pesar de los palos y escobazos, el dormir a los pies de la cama de su ama; la más bonita de la tribu.